Para entender la magnitud del hito que representa el partido 300 de Juan Román Riquelme como dirigente al frente del fútbol de Boca, primero como vicepresidente ejerciente, y luego como máxima autoridad del club, es importante recordar que, como futbolista, Riquelme acumuló 388 encuentros oficiales con la Azul y Oro. Así, con dos años de mandato por delante, es probable que estas dos cifras se igualen, o incluso que el Riquelme dirigente supere al Riquelme jugador. Esto dependerá, aparentemente, del tiempo.
Por lo tanto, las tres centenas tienen un peso significativo que trasciende el hecho estadístico en sí. Esto invita, claramente, a un balance de la gestión de un ídolo que decidió bajarse del póster por voluntad propia para abrazar un nuevo oficio, lleno de más espinas que rosas.
Comparar los logros en ambas funciones sería infructuoso e injusto para un Riquelme que se alejó de su zona de confort y expuso su nombre y legado al juego, sin importar el riesgo. Sin embargo, resalta las dificultades que enfrentó, ya que detrás de un escritorio las herramientas a su disposición son completamente diferentes al don celestial que poseía como jugador. En la cancha, Román tenía todo en su mente y su inigualable talento completaba el resto. En una oficina, en cambio, Riquelme es humano, vulnerable y falible, no solo por la dinámica de las decisiones cotidianas que lo exponen a cometer errores, sino también porque su propia personalidad como presidente no siempre le ha sido favorable.
No resulta difícil imaginar que Román haya sobrestimado su capacidad de liderazgo, influenciado por esa presunción casi natural de creer que el talento para jugar se puede transferir a otras funciones asociadas al fútbol. No es nuevo: Riquelme no fue el primero ni será el último en caer en esta trampa del subconsciente.
Por lo tanto, la evaluación de Riquelme como dirigente está sujeta a criterios ordinarios, porque su excepcionalidad no se viste de saco y corbata. Este es el primer punto, quizás el más relevante: el Riquelme dirigente posee las virtudes y los defectos de cualquier persona común. Su desempeño no sobresalió como algo extraordinario; tuvo aciertos y errores como tantos otros, y en perspectiva de lo que generó su meteórica irrupción en la vida política de Boca, su gestión se quedó corta en objetivos.
Lo más destacado es que no logró estar a la altura de la memoria emocional de los socios, que lo eligieron con la esperanza de que el equipo regresara a los primeros planos, ganara Libertadores, peleara en el Mundial de Clubes y, en definitiva, construyera la Dinastía Riquelme que edificó como jugador. Nada más alejado de esa realidad.
El nivel deportivo de su Boca
A nivel deportivo, los casi seis años de Román al frente del fútbol transitaron por la mediocridad, entremezclados con algunos buenos momentos y papelones históricos que atravesaron el límite de lo aceptable. Esta situación, que fue constante a lo largo de su ciclo, no nació de la nada. Fue un fiel reflejo de un estilo de conducción que no delineó límites y confundió roles. Riquelme creyó que el vestuario era (y es) una extensión de su propio despacho. No es casual que el presidente tenga su Oficina Oval lejos del lugar institucionalmente correspondiente, la sede de Brandsen, y opere en cambio en el corazón del fútbol, el Boca Predio. Esto ya dice mucho.
Riquelme mantuvo una relación conflictiva con entrenadores y jugadores. En el fondo, nunca cedió el control sobre la gestión futbolística. En ocasiones lo intentó, pero su impulso intervencionista siempre terminó predominando. Lo hizo con el primer Miguel Russo, lo repitió, con mayor o menor intensidad, con sus sucesores.
El perfil de entrenadores que eligió también revela mucho. Sebastián Battaglia, Hugo Ibarra (que no tuvieron éxito posterior en el fútbol), Jorge Almirón, Diego Martínez, Fernando Gago y el regreso de Miguel Russo, con el desenlace que nadie deseaba. En el medio, interinatos de Mariano Herrón (cuatro), alguno de Leandro Somoza y la continuidad de Claudio Úbeda, cuyo destino es incierto.
La poca durabilidad de los entrenadores
Esa inestabilidad crónica se reflejó en el ciclo de los entrenadores. Mientras Russo duró 72 partidos, la permanencia de los técnicos nunca más alcanzó esos números: Battaglia (57), Ibarra (36), Almirón (43), Martínez (45) y Gago (30). Esta tendencia degenerativa también se manifestó en los logros deportivos. De los seis títulos obtenidos en el ciclo de Russo, Battaglia e Ibarra, se pasó a la nada misma con los técnicos posteriores. La única excepción sin campeonatos fue la final de la Copa Libertadores con Almirón.
Sin embargo, en su historial como presidente, Riquelme no ganó títulos, y el último que cosechó fue hace casi tres años, con la Supercopa Argentina 2023, bajo la dirección de Russo. En los últimos años, para colmo, se acumularon frustraciones: Boca lleva dos años sin jugar la Copa, en 2025 ni siquiera disputó la Sudamericana, y en el Mundial de Clubes compitió contra Benfica y Bayern Munich, pero perdió ante un equipo de peluqueros, oficinistas y plomeros.
El manejo del plantel superior también estuvo caracterizado por una gestión errática. El ciclo Riquelme se definió por conflictos con los jugadores, casi todos relacionados con la dificultad para resolver desacuerdos contractuales por parte de un Consejo de Fútbol que fue una prolongación automática de la voluntad del presidente, con escasa capacidad de maniobra y criterio propio.
Sus integrantes, Raúl Cascini, Jorge Bermúdez, Marcelo Delgado y posteriormente Mauricio Serna, no lograron articular una mejor gestión en un área donde abundaron los conflictos, dando resultados dispares al momento de contratar jugadores. Existen numerosos ejemplos de aciertos, fracasos y adquisiciones incomprensibles para un club de la jerarquía de Boca.
Boca Predio y la gestión de juveniles
No obstante, la gestión tiene logros que exhibir, aunque más de cara a la galería. La valorización del Boca Predio es un mérito notable, y allí las obras avanzan a buen ritmo, con el proyecto de construir, además de un centro deportivo de primer nivel para la Primera y las Inferiores, una concentración para el plantel profesional.
La Bombonera también recibió inversiones que no se veían hace años, comenzando por la renovación del campo de juego, que ya no se inunda, sino que se asemeja a un billar, y el retiro de los alambrados y acrílicos perimetrales para una mejor visibilidad. También se modernizaron los alrededores. Sin embargo, persiste el proyecto de ampliación, cada día más urgente, que, a pesar de los anuncios esporádicos, sigue durmiendo el sueño de los justos.
El fomento a las inferiores fue otro aspecto que la administración de Riquelme intentó impulsar, con resultados variados, dado que fueron muchos los chicos promovidos a la Primera con resultados no tan prometedores. De cualquier manera, es valioso que la política en Juveniles haya sido una prioridad en cada año, y continúe siéndolo. Además, se valora el apoyo a otras disciplinas del club, como el básquet y el vóley, que habían sido prácticamente abandonadas en el último ciclo de Daniel Angelici, así como el fútbol femenino. Estas actividades han otorgado prestigio al club y han generado campeonatos.
En la última etapa, especialmente con el cierre conflictivo de la gestión de Fernando Gago, Riquelme estuvo cerca de perder su vínculo con los hinchas. La Bombonera lo abucheó sin mencionarlo, y lo castigó con la famosa frase “que se vayan todos”. No hay duda de que la imagen impoluta de Riquelme se ha visto desgastada por la gestión y los errores cometidos. Ahora enfrenta un gran desafío: contrarrestar sus propias tendencias y resignar capital político oxigenando su administración. Pero esta actitud no sería propia de un Riquelme con un personalismo tan marcado, que lo llevó a la cima del fútbol, pero que para la tarea de conducir exige flexibilidad y capacidad de negociación, cualidades que simplemente no posee. Siempre ha sido así y probablemente siga siendo. Pasen 300 partidos, o el infinito mismo.



