Nacho Guzmán era un chico feliz: a los 12 años lo eligieron para jugar con la selección de básquet de menores de Entre Ríos, en La Rioja. Tenía la nariz muy tapada, pero no se sentía mal; solo lidiaba con la recurrente sinusitis. Así que, a dos días de viajar, sus padres lo llevaron al médico para ver si podían despejarle las vías aéreas y que pudiera jugar más cómodo. El médico, pensando que quizás necesitaba un antibiótico, le pidió que se realizara una tomografía como un simple estudio. Lo acompañó su padre Gabriel, se la hicieron y volvieron a casa.
Poco después, sonó el teléfono de Gabriel. Era el especialista en imágenes que los había atendido. Le pidió que regresara a la clínica: “Mirá, me gustaría que te acerques porque lo que vemos no nos gusta”. Gabriel, impresionado por la rapidez con que lo localizaron y la gravedad de la frase, pensó que tal vez Nacho se había movido durante el estudio y necesitarían realizarlo de nuevo.
Pero no. Esa tarde, la vida de la familia Guzmán dio un giro inesperado y nunca volvería a ser la misma.
No se puede comprender a los Guzmán sin verlos como un equipo organizado. Siempre fueron una familia entregada al deporte, sus nuevos integrantes crecieron rodeados de pases y rebotes de balones de básquet.
Gabriel Guzmán (51, abogado y dirigente de básquet) y su esposa Emilia (también 51 y maestra de primaria), son oriundos de Paraná, Entre Ríos. Tienen cuatro hijos: Ignacio “Nacho” (26, el protagonista de esta historia), Valentina (20), Tomás (19) y Nicolás (18). Cada fin de semana desde que los chicos empezaron a caminar, el club, las canchas, los silbatos y las gradas fueron parte de su rutina familiar.
A los 6 años, Nacho empezó con el básquet y el fútbol simultáneamente. Unos dos años después, decidió que solo quería jugar al básquet; en fútbol lo habían escupido en la cancha y no le había gustado. Desde tan joven, ya tenía clara su elección.
“Nos pareció bien su decisión y comenzó a jugar con sus primos en el club Paracao, donde rápidamente mostró ser muy talentoso. Pronto fue convocado para la selección de menores de Entre Ríos. Estaba en el mejor momento de su vida cuando, en agosto de 2012, recibimos ese diagnóstico devastador.

Esa tarde, al regresar a la clínica creyendo que todo era un trámite rápido, los médicos les dieron un diagnóstico alarmante: aneurisma gigante de carótida oftálmica izquierda. No entendía lo que le decían. Se trataba de una dilatación grave y poco común en la arteria oftálmica: si se rompía, la vida de Nacho corría peligro. Los médicos querían confirmarlo con más estudios.
“Me dijeron que había que corroborar lo observado con una resonancia magnética con contraste. Consulté a un neurólogo amigo que intentó tranquilizarme, sugiriendo que podría no ser nada y que quizás la imagen estaba equivocada…”, recuerda Gabriel. Sin comprender del todo lo que estaba ocurriendo, ya que su hijo no mostraba síntomas de nada, llamó a su esposa y trató de explicarle la súbita situación.
El tiempo pareció detenerse para ellos.
“Emilia salió de su trabajo para llegar a la clínica, pero estaba tal shock que se perdió varias veces. Conocía la ciudad de memoria, pero estaba tan desorientada que no podía encontrar el camino. Se quedó varada en una esquina sin saber qué hacer. Llamó a su hermana, que la fue a buscar y la llevó con nosotros”.
Gabriel no podía dejar de pensar en el partido de la selección que Nacho tenía que jugar en pocos días. Los profesionales le advirtieron: no querían que Nacho hiciera el más mínimo esfuerzo.
“Esto era un hallazgo fortuito. La sinusitis ya no importaba. Si el médico le hubiera recetado un antibiótico sin estudios, quizás nunca hubiéramos descubierto lo que tenía. Por supuesto, eso si no le pasaba algo jugando en la cancha. El riesgo era inminente”, reconoce.
Ahora sabían que Nacho tenía un grave problema en su cabeza y debían realizar urgentemente una resonancia magnética con contraste.

A 48 horas de su partida al torneo, esa posibilidad quedó descartada. Tenían un diagnóstico que sonaba muy riesgoso, sin síntomas, y un miedo inmenso: “Estábamos, literalmente, aterrorizados. Uno de los médicos nos había dicho textualmente: ‘No puede ni tirarse un pedo fuerte porque es peligrosísimo’”, relata Gabriel.
El problema era que la resonancia no podía hacerse con los brackets puestos. Necesitaban un atajo. Llamaron a una dentista, madre de un rival de básquet de Nacho, quien les dijo que fueran a su consultorio: ella se los quitaría para que pudiera entrar al resonador. A las 17 se los sacó, y poco después le hicieron la resonancia.
El estudio confirmó el anterior: efectivamente, Nacho tenía una deformación considerable en esa arteria. Le advirtieron que cualquier golpe podría hacerla estallar, inundando su cerebro de sangre y causándole la muerte. Creían que era algo congénito, pero el peligro latente estaba claro. Y debían realizar otro estudio más específico para analizar la forma del aneurisma: una angiografía.
“Se lo hicieron con un antiguo angiógrafo. Era lo que había”, recuerda Gabriel. A las 23 horas terminaron el procedimiento y esperaron el informe en el pasillo.
Nacho notaba el revuelo causado por sus estudios y la ansiedad reflejada en los rostros de sus padres. Se animó a preguntar: “Papá, ¿yo me voy a morir?”.
Gabriel reunió coraje y le respondió que no: “Le dije que no, pero no estaba seguro. Tenía un miedo indescriptible, pero en situaciones así sacás fuerzas de donde no sabés que las tenés”.
Al día siguiente, un neurólogo y cirujano de Paraná, tras revisar los exámenes, les informó que no podía hacer nada. No era un problema que se pudiera resolver abriendo la cabeza. Les recomendó un cirujano endovascular en Rosario. Gabriel estaba decidido a actuar rápidamente. Cada segundo contaba, y la angustia crecía.

“Era tal el shock esa primera noche que no pudimos dormir. Justo había cobrado un juicio que pensaba destinar a unas vacaciones en familia. Pero en medio de tantas malas noticias, al salir de la clínica, compré un televisor gigante y la última consola de juegos. Si Nacho no podía hacer deporte, al menos estaría entretenido. ¡Lo veía como un león enjaulado mirando a sus padres asustados!”, rememora.
“En ese momento, algo me reconcilió con la humanidad. Cuando llamamos al neurólogo de Rosario, el doctor Sergio Petrochelli, a pesar de ser fin de semana, nos citó en su casa. Comprendió nuestra angustia. Al llegar, revisó los estudios y confirmó una vez más el diagnóstico. Indicó que Nacho no podía hacer deporte porque no podía sufrir golpes. Fue él quien nos contó que había un tratamiento posible. Se llama embolización endovascular del aneurisma. Nos explicó que entraban por la ingle y llevaban un stent con un catéter hasta el lugar afectado. El stent, de alguna manera, actuaría como una pared de la arteria, bloqueando parte del flujo sanguíneo para prevenir rupturas. Sin embargo, nos advirtió que ese stent era extremadamente costoso. Más de lo que podría costar un auto, especificó. Mi obra social no trabajaba con este neurólogo. Ya eran las seis de la tarde, pero fuimos directo a la ortopedia frente a la aduana de Rosario. Cuando la chica que nos atendió nos dio el precio del stent, sonó tan inalcanzable que mi esposa se desmayó. ¡Costaba 170 mil dólares! Emilia cayó al suelo desmayada. En ese momento, sentí nuevamente la humanidad de alguien: la joven salió del mostrador, abrazó a mi esposa y le dijo: ‘Tu hijo ya tiene el stent, después vemos cómo lo pagas. Quédate tranquila‘.”
Gabriel sigue relatando gestos empáticos: “En el medio, hubo otro acto generoso: Petrochelli habló con la obra social y aseguró que después veríamos cómo pagaríamos tanto a él como al Instituto Cardiovascular de Rosario. Elegimos Rosario por su cercanía a nuestra casa y la logística familiar, aunque por la obra social podríamos haber ido a Buenos Aires”, cuenta. Gabriel se aventuró a preguntar a ese médico que estrechaba su mano: “Con humildad y la desesperación de un padre que entrega la vida de su hijo en tus manos, ¿hay alguien mejor que tú a donde debería llevar a Nacho?” A lo que el doctor, con aplomo y tranquilidad, le respondió: “No, no hay mejor que yo. Hay lugares con mejor tecnología, en Brasil o en Israel”.
Los Guzmán quedaron convencidos y siguieron ese camino.

Con el diagnóstico aterrador de aneurisma fusiforme de carótida oftálmica izquierda, llegó el día de la intervención de Nacho. Fue el lunes 3 de septiembre de 2012. A las 11 de la mañana ingresó al quirófano del Instituto Cardiovascular de Rosario. La espera fue angustiante para Emilia y Gabriel. Horas y minutos pasaban intentándose distraer.
A las 15 horas, salió del quirófano el cirujano Petrochelli con una mala noticia: “No pudimos hacer nada. El aneurisma es mucho más grande de lo que se veía en ese viejo aparato. En este estudio 3D se mostró enorme. El stent es corto. Necesitamos otro y, además, un diversor de flujo sanguíneo”. Agregó que volverían a intentarlo al día siguiente.
Quedaron atónitos con lo que les dijo el médico. ¿Estaría bien Nacho? ¿Quién cubriría todos esos gastos? Era una suma mucho mayor a la que jamás podrían pagar. Nuevamente, todo fluyó y la ortopedia envió lo necesario.
El martes 4 de septiembre, Nacho volvió a quirófano donde los cirujanos Petrochelli y Juan Godes le colocaron lo que había faltado el día anterior. Después de siete horas, salieron para informarles: habían podido hacerlo, todo estaba colocado. Emilia, otra vez, se desmayó.
Nacho pasó diez días internado. En ese tiempo le llegó un regalo especial: una camiseta de básquet firmada por la estrella Carlos Delfino.
Tras salir del sanatorio, comenzó otra etapa. La más difícil: la vida sin deportes.
Gabriel comenta de ese periodo: “Tenían que esperar que el stent no se moviera, que se adhiriera y que el diversor funcionara correctamente. Nacho debía estar en reposo, sin actividad física. Muy cuidado. Así llegamos a diciembre. ¡Era desesperante verlo quieto!”.

En diciembre de ese año, un milagro ocurrió en la vida de Nacho. Una buena noticia llegó tras una mala. Se realizó la angiografía de control de la operación de septiembre. Mientras hacían el estudio, la expresión preocupada del doctor Petrochelli parecía predecir algo muy malo. Al finalizar, explicó de la manera más simple posible: el stent había provocado una estenosis total de la arteria y, como consecuencia, dicha arteria había colapsado. Ya no existía. La sangre ya no fluía por allí. Era algo inesperado y no deseado.
“Un bloqueo general de la arteria podría haber causado un ACV y resultar fatal para Nacho”, revela Gabriel. “Pero al mismo tiempo, había una buena noticia: en un acto espontáneo de la naturaleza, Nacho había generado una circulación sanguínea extra por el Polígono de Willis (un anillo de arterias en la base del cerebro que actúa como red de seguridad del flujo sanguíneo). En resumen: se había vascularizado por otro lado. El cuerpo había encontrado otra vía alternativa. Era un milagro. ¡Ahora ya no explotaría el aneurisma porque ya no existía!”, relata Gabriel emocionado. “El doctor nos dijo que aun así no recomendaba que practicara básquet ni se golpeara haciendo deporte. Porque ahora contaba con una sola vía de irrigación al cerebro y, por eso, su sangre debía estar lo más liviana posible. Un codazo o golpe en la cabeza, estando fuerte anticoagulado, no era una opción”.
Ese mismo día, Gabriel hizo una promesa y dejó de fumar. Regalo el paquete que llevaba en el bolsillo al médico residente y jamás volvió a encender un cigarrillo.
Regresaron a casa y, en familia, le comunicaron a Nacho que el básquet se había terminado.

Gabriel confiesa que ver a su hijo sentado frente a la televisión, sin hacer deporte, día tras día, era extremadamente frustrante.
“Era como verlo morir lentamente, jugando a la Play. No podía soportar verlo así, deprimido frente a una pantalla. También me afectaba emocionalmente observarlo desde lejos, lanzando al aro solo porque no podía jugar un partido con sus amigos. ¡Era como un diabético mirando un alfajor con cara de tristeza! Se me partía el alma. Comencé a pensar diferente y a preguntarme si debería permitirle jugar a pesar de todo, con algunos cuidados. Al final, decidí que, pase lo que pase, las cosas deberían ser como él quisiera”, explica Gabriel.
Un día se plantó frente a Emilia y le dijo: “Prefiero correr el riesgo y que juegue. No puedo verlo así. Siempre tuvo talento para el básquet y lo veía sentado y deprimido con un juego virtual. Pensé en Beethoven, un genio de la música que lidió con la sordera. Nacho, que destacaba en el básquet, había tenido que enfrentar esta mala fortuna de no poder practicar su deporte. Pucha, me decía, ¿no podría haberle tocado la sordera en lugar del aneurisma? Todas esas incógnitas, quejas y reflexiones me perseguían y atormentaban”.
Esta postura de Gabriel provocó las primeras de muchas discusiones serias con su esposa. ¿Qué era mejor? ¿Valía la pena arriesgarse por un deporte? ¿Se podía minimizar ese peligro de alguna forma? ¿Cómo? Y si ocurría algo, ¿cómo se lo perdonarían?
Emilia no quería correr ningún riesgo. Sin embargo, Gabriel se convenció de que sí correría algunos porque Nacho soñaba con volver a la cancha, aunque a su edad no podía decidir por sí mismo.
Nacho comenzó terapia. A medida que pasaron los meses, Emilia empezó a ceder. La decisión de retornar fue paulatina, respaldada por su terapeuta.
Unos seis meses después, Nacho volvió a jugar. Primero un poco. Luego, un poco más. Sus padres rezaban en la cancha para que no se golpeara. Pero al mismo tiempo, ver a su hijo feliz, corriendo y encestando, les devolvía el alma. Sabían que estaban transitando un camino complicado. Todos en el club conocían la situación y los chicos lo cuidaban.
“Mi esposa se aferró a la fe, es muy creyente, reza siempre para pedir y agradecer”, relata Gabriel acerca de cómo Emilia superó sus temores para poder verlo jugar.

Nacho permaneció fuertemente anticoagulado hasta completar los doce meses tras su intervención.
“Justo al año, le quitaron la anticoagulación y pasó a tomar solo una aspirina. Ya no era tan peligroso como antes, pero igualmente no debía golpearse. Él no tenía miedo; éramos nosotros los que temblábamos. Pasamos sábados enteros con el corazón en la boca, pero con la alegría de verlo jugar nuevamente. A los dos años, lo convocaron para la selección de Entre Ríos. Por suerte, pudo poner su nombre en el primer campeonato histórico del club, ganado en 2022”, relata Gabriel con orgullo.
Hoy, Nacho tiene 26 años, es profesor de educación física, entrena básquet, estudia kinesiología y está de novio con otra profesora de educación física, jugadora de hockey e integrante de la selección entrerriana. Nacho expresa: “Pasé momentos complicados porque me vi en la situación de no poder jugar mi deporte, quedando fuera de las grandes oportunidades para las que tanto me había preparado. Sufrí incertidumbre, angustia y desasosiego que no me dejaban dormir en las noches. Pero lo que aprendí es que, aunque los sueños parezcan perderse, uno tiene que aferrarse a sus objetivos. Sé que la vida a veces tira los dados y surgen jugadas que nos hacen perder, pero al caer debemos levantarnos. Eso se aprende. Y ante la adversidad, redoblar la apuesta y seguir adelante. Porque la vida siempre da una nueva oportunidad, y volví a tener momentos maravillosos en el deporte, como jugador y entrenador. Lo más importante es que aprendí a ver la vida de otra manera”.
Gabriel asegura que todo lo que sucedió fue también “una gran enseñanza, una lección de vida. Porque en este camino por su salud encontré personas maravillosas, increíblemente empáticas. Finalmente, todo lo cubrió la obra social. Entiendo que el hecho de que fuera un chico pudo haber sensibilizado a muchos, pero estos casos son cada vez más excepcionales en el sistema de salud. Lo que me queda muy claro es que Nacho nunca nos hubiera perdonado si nos dejábamos llevar por los miedos y no lo dejábamos jugar más. Creo que, solo cuando tenga un hijo, entenderá el enorme dilema que enfrentamos con su madre y pensará: ¡Qué generosidad la de mis viejos que me dejaron seguir!” Va más allá y confiesa que de estas situaciones no se sale indemne. Que ninguno en la familia quedó ileso de esta experiencia.
“Hice un poco de terapia y entendí mejor lo que vivió Nacho. Cuando un niño descubre cómo se mueve el titiritero detrás de la obra, ya no ve la magia y nunca volverá a ver las cosas como antes. Asomarse al abismo de la muerte cambia las perspectivas, nada vuelve a ser igual. Como familia, no pudimos volver a ser los mismos. Aprendimos a convivir con ese asomo a lo que es la finitud. En medio de lo que nos pasaba, falleció mi madre de cáncer y casi no nos dimos cuenta. También murió mi suegro, y tampoco lo notamos. La vida pasaba veloz a nuestro lado. Curiosamente, Valentina está estudiando medicina y ¿sabes qué especialidad quiere hacer? Neurología. Como verás, todos llevamos una huella. A mí, por suerte, me dejó la gratitud hacia la gente que nos ayudó grabada en el cuerpo.”