Desde hace bastante tiempo se lo veía más sensible. Como cuando lloró al consagrarse con Central, tomado de la mano de Pedro, su nieto. O cuando, abriendo el corazón y con los ojos vidriosos, pronunció una frase que hoy se volvió viral: “Mi cabeza dispara atrás una pelota”. El fútbol fue su manera de dejar de pensar, o de evadirse por un rato de la realidad. No por miedo, en absoluto. Hay que tener agallas para enfrentar el eco de la muerte como hizo Russo. Ya intuía que se aproximaba, implacable, el final de su historia. Y él, el hombre que hizo famosa la expresión “son decisiones”, eligió cómo hacerlo. O dónde hacerlo. Miguel quería que el último partido de su vida lo viera como técnico de Boca. Se lo confesó a Riquelme en la charla en la que acordaron su regreso para el tercer ciclo, según relatan su círculo íntimo. Sabía que pensar en varios campeonatos era difícil, pero dirigir el Mundial de Clubes le devolvió la sonrisa amplia. Se la regaló Román, con un gesto cargado de humanidad. Lo mismo que el hecho de ir a despedirse, el fin de semana, sin cámaras, del hombre que ya sufría detrás del entrenador. De ahí el agradecimiento de la familia Russo. Para entenderlo no hay que saber el significado de la palabra empatía: alcanza con pensar qué sentirías si alguien le da el último gusto a tu papá, a tu abuelo, a tu hermano. Y, sin egoísmo, respetar el deseo de tu papá, de tu abuelo o de tu hermano… Tal vez cueste probarlo en términos médicos, pero sentirse querido puede dar vida. Al menos le alargó la vida al Palomo, como lo llamaban sus compañeros de la Selección. O se la mejoró.

Hace unas semanas recibió el cálido abrazo de los jugadores y de la gente de Central, otro de los tantos clubes que lo veneran. Todo el fútbol le rindió homenaje a Miguel, y él se regaló el suyo. No había opción de quedarse en casa, de alejarse de las tensiones del Mundo Boca o de refugiarse en su buena situación económica para eludir la obligación de los tres puntos, como insinuaron algunas miradas sin pasión —o sin comprender que eso podría ser tóxico para alguien como él. “Elegir un lugar más tranquilo sería no ser yo -dijo alguna vez-. ¿Sabés lo que es no ser yo? ¿Nunca te preguntaste cómo sería no ser vos?”. Russo fue Russo hasta el final. Quería asistir a las prácticas aunque su cuerpo protestara. Iba a las conferencias de prensa aun cuando le faltaran fuerzas para hablar. Peleó durante años, como lo hacía para recuperar la pelota en aquel legendario mediocampo de Estudiantes donde todos corrían -era el guardaespaldas de Sabella, Ponce y Trobbiani- o para convertirse en uno de los DT más respetados del fútbol argentino. Incluso dirigió una final en Colombia después de una quimio. En lugar de rendirse, elevó la apuesta. “Todavía estoy en una etapa que gracias a Dios me vibra el corazón y no el celular. Y eso es clave para vivir”, dijo emocionado mientras celebraba su última vuelta olímpica con Central. Luego, cuando parecía que ya no podía pelear tanto, llegó San Lorenzo. Con su equipo defendió a un club boicoteado desde adentro. Y meses después, cuando todo indicaba que no habría otra oportunidad, volvió a Boca. ¿Por qué lo hizo? ¿Se había vuelto loco de repente? ¿Era masoquista? Nada de eso. “A Boca uno nunca le puede decir que no”. Y menos ahora…

“La Bombonera está. Siempre. Y siempre va a estar. Esté quien esté”, solía decir. Ese estadio mítico lo despide estos días, donde sus hinchas lo ovacionaron tras la última Libertadores. En 2007, con Riquelme más 10 que nunca, nadie imaginó lo difícil que sería volver a ganar esa Copa… O “la Cooopa”, según decía Russo en una mesa en la que sólo se sienta junto al Toto Lorenzo y Carlos Bianchi, dos entrenadores con estatua en el hall del club. Por eso regresó en 2020, una decisión valiente del Román dirigente. Miguel y su sencillez, palabra rara en el Mundo Boca, le devolvieron tranquilidad a un club convulsionado. Y otra vez, en siete partidos, conquistó un torneo con un guion perfecto: el gol fue de Carlitos Tevez, que celebró colgado del alambrado, y en el otro banco, el de Gimnasia, estaba Diego, que en el entretiempo se ganó la complicidad de la hinchada haciéndose la gallinita. El título, para colmo, se lo sacó al River de Gallardo… Ahora, por casualidad o por un guiño del destino futbolero, el último festejo de su Boca fue un 5-0 a Newell’s, la misma noche en que Central venció 2-1 a River con un show de Di María y de Nacho Malcorra, el que iba a irse a Independiente hasta que Miguelo lo convenció de quedarse y ser campeón en Rosario. El fútbol le sacó una sonrisa hasta el final. Hace tiempo, en una entrevista, Juan Pablo Varsky le preguntó qué le quedaba por hacer después de una carrera repleta de logros. “Seguir compitiendo al máximo nivel. Es lo que uno busca. También sé que un día tengo que dejar. Pero no sé si está cerca eso… Lo que me enseñó esta enfermedad es que es día a día. Tengo una pelota abajo de la cama. El día que me levante y no le dé un beso, llegará el momento”. Miguel lo entendía todo: era un tipo para admirar dentro y fuera de la cancha.

Puede que su estilo hubiera cambiado, pero Carlos Bilardo no fue sólo el técnico que lo ascendió de Quinta a Primera: lo marcó para siempre. Más que por llevarlo a ver el primer partido de Diego… Los más jóvenes lo conocieron únicamente con el traje de entrenador. Antes, Russo fue un volante central inteligente, líder táctico en la cancha. Uno de los sacudones más duros que recibió fue quedarse afuera de la Selección que fue al Mundial 86, por decisión del Narigón…“Carlos me dijo ‘me vas a odiar, me vas a insultar, pero el día que seas técnico te vas a dar cuenta’“. Al final comprobó que tenía razón cuando a él le tocó tomar decisiones en un grupo. Siempre compitió para ganar y buscó poner al grupo por encima de todo. Y lo consiguió. Hay que ser alguien influyente para que te quieran así en Boca, Central, Estudiantes, Lanús y Vélez. En todos logró títulos y ascensos. Dejó su impronta: en su querido Estudiantes, al que devolvió a Primera junto a Eduardo Luján Manera, con un equipazo que tenía al Chocho Llop, al Mago Capria y a la Brujita Verón; en el Lanús que lo guió a pensar en grande desde el orgullo y la unión barrial. Siempre fue el padre de todos, justamente él… Una vez, en TyC Sports, le preguntaron a qué personajes invitaría a un asado. Podían ser compañeros célebres como Maradona o Passarella, o algún jugador que dirigió como Palermo. Le pidieron tres nombres, pero él, siempre sencillo, sólo mencionó dos… “Mi padre, que no tuve oportunidad de conocerlo. Y mi nona, la mamá de mi papá, que me formó culturalmente. Siendo muy pobre, me llevaba a tomar el té, a museos, al teatro Colón…”, dijo hasta quebrarse, pidió dejar de hablar y mandó un beso al cielo. Hoy el beso al cielo es para vos, Miguel.